Cómo se genera un consumidor
Por Zigmunt Bauman
"El nuevo lema es flexibilidad, y esta noción cada vez más generalizada implica un juego de contratos y despidos con muy pocas reglas pero con el poder de cambiarlas unilateralmente mientras la misma partida se está jugando. " - Zigmunt Bauman
Texto
del sociológo Zigmunt Bauman, publicado por primera vez en su libro Work,
consumerism and the new poor en el año 1998.
En años recientes, representantes de todo el espectro político hablaban al
unísono, con añoranza y deseo, de una «recuperación dirigida por los
consumidores». Se ha culpado con frecuencia a la caída de la producción, a la
ausencia de pedidos y a la lentitud del comercio minorista por la falta de
interés o de confianza del consumidor (lo que equivale a decir que el deseo de
comprar a crédito es lo bastante fuerte como para superar el temor a la
insolvencia). La esperanza de disipar esos problemas y de que las cosas se
reanimen se basa en que los consumidores vuelvan a cumplir con su deber: que
otra vez quieran comprar, comprar mucho y comprar más. Se piensa que el
«crecimiento económico», la medida moderna de que las cosas están en orden y
siguen su curso, el mayor índice de que una sociedad funciona como es debido, depende,
en una sociedad de consumidores, no tanto de la «fuerza productiva del país»
(una fuerza de trabajo saludable y abundante, con cofres repletos e iniciativas
audaces por parte de los poseedores y administradores del capital) como del
fervor y el vigor de sus consumidores. El papel —en otros tiempos a cargo del
trabajo— de vincular las motivaciones individuales, la integración social y la
reproducción de todo el sistema productivo corresponde en la actualidad a la
iniciativa del consumidor.
Habiendo dejado atrás la «premodernidad» —los mecanismos tradicionales de
ubicación social por mecanismos de adscripción, que condenaban a hombres y
mujeres a «apegarse a su clase», a vivir según los estándares (pero no por
encima de ellos) fijados para la «categoría social» en que habían nacido—, la
modernidad cargó sobre el individuo la tarea de su «autoconstrucción»: elaborar
la propia identidad social, si no desde cero, al menos desde sus cimientos. La
responsabilidad del individuo —antes limitada a respetar las fronteras entre
ser un noble, un comerciante, un soldado mercenario, un artesano, un campesino
arrendatario o un peón rural— se ampliaba hasta llegar a la elección misma de
una posición social, y el derecho de que esa posición fuera reconocida y aprobada
por la sociedad.
Inicialmente, el trabajo apareció como la principal herramienta para encarar la
construcción del propio destino. La identificación social buscada —y alcanzada
con esfuerzo— tuvo como determinantes principales la capacidad para el trabajo,
el lugar que se ocupara en el proceso social de la producción y el proyecto
elaborado a partir de lo anterior. Una vez elegida, la identidad social podía
construirse de una vez y para siempre, para toda la vida, y, al menos en
principio, también debían definirse la vocación, el puesto de trabajo, las
tareas para toda una vida. La construcción de la identidad habría de ser
regular y coherente, pasando por etapas claramente definidas, y también debía
serlo la carrera laboral. No debe sorprender la insistencia en esta metáfora
—la idea de una «construcción»— para expresar la naturaleza del trabajo exigido
por la autoidentificación personal. El curso de la carrera laboral, y la
construcción de una identidad personal a lo largo de toda la vida, llegan así a
complementarse.
Sin embargo, la elección de una carrera laboral —regular, durable y continua—,
coherente y bien estructurada, ya no está abierta para todos. Sólo en casos muy
contados se puede definir (y menos aún, garantizar) una identidad permanente en
función del trabajo desempeñado. Hoy, los empleos permanentes, seguros y
garantizados son la excepción. Los oficios de antaño, «de por vida», hasta
hereditarios, quedaron confinados a unas pocas industrias y profesiones
antiguas y están en rápida disminución. Los nuevos puestos de trabajo suelen
ser contratos temporales, «hasta nuevo aviso» o en horarios de tiempo parcial
[part-time]. Se suelen combinar con otras ocupaciones y no garantizan la
continuidad, menos aún, la permanencia. El nuevo lema es flexibilidad, y esta
noción cada vez más generalizada implica un juego de contratos y despidos con
muy pocas reglas pero con el poder de cambiarlas unilateralmente mientras la
misma partida se está jugando.
Nada perdurable puede levantarse sobre esta arena movediza. En pocas palabras:
la perspectiva de construir, sobre la base del trabajo, una identidad para toda
la vida ya quedó enterrada definitivamente para la inmensa mayoría de la gente
(salvo, al menos por ahora, para los profesionales de áreas muy especializadas
y privilegiadas).
Este cambio trascendental, sin embargo, no fue vivido como un gran terremoto o
una amenaza existencial. Es que la preocupación sobre las identidades también
se modificó: las antiguas carreras resultaron totalmente inadecuadas para las
tareas e inquietudes que llevaron a nuevas búsquedas de identidad. En un mundo
donde, según el conciso y contundente aforismo de George Steiner, todo producto
cultural es concebido para producir «un impacto máximo y caer en desuso de
inmediato», la construcción de la identidad personal a lo largo de toda una
vida y, por añadidura, planificada a priori, trae como consecuencia problemas
muy serios. Como afirma Ricardo Petrella: las actuales tendencias en el mundo
dirigen «las economías hacia la producción de lo efímero y volátil —a través de
la masiva reducción de la vida útil de productos y servicios—, y hacia lo
precario (empleos temporales, flexibles y parttime)».
Sea cual fuere la identidad que se busque y desee, esta deberá tener —en
concordancia con el mercado laboral de nuestros días— el don de la
flexibilidad. Es preciso que esa identidad pueda ser cambiada a corto plazo,
sin previo aviso, y esté regida por el principio de mantener abiertas todas las
opciones; al menos, la mayor cantidad de opciones posibles. El futuro nos
depara cada día más sorpresas; por lo tanto, proceder de otro modo equivale a
privarse de mucho, a excluirse de beneficios todavía desconocidos que, aunque
vagamente vislumbrados, puedan llegar a brindarnos las vueltas del destino y
las siempre novedosas e inesperadas ofertas de la vida.
Las modas culturales irrumpen explosivamente en la feria de las vanidades;
también se vuelven obsoletas y anticuadas en menos tiempo del que les lleva
ganar la atención del público. Conviene que cada nueva identidad sea
temporaria; es preciso asumirla con ligereza y echarla al olvido ni bien se
abrace otra nueva, más brillante o simplemente no probada todavía.
Sería más adecuado por eso hablar de identidades en plural: a lo largo de la
vida, muchas de ellas quedarán abandonadas y olvidadas. Es posible que cada
nueva identidad permanezca incompleta y condicionada; la dificultad está en
cómo evitar su anquilosamiento. Tal vez el término «identidad» haya dejado de
ser útil, ya que oculta más de lo que revela sobre esta experiencia de vida
cada vez más frecuente: las preocupaciones sobre la posición social se
relacionan con el temor a que esa identidad adquirida, demasiado rígida,
resulte inmodificable. La aspiración a alcanzar una identidad y el horror que
produce la satisfacción de ese deseo, la mezcla de atracción y repulsión que la
idea de identidad evoca, se combinan para producir un compuesto de ambivalencia
y confusión que —esto sí— resulta extrañamente perdurable.
Las inquietudes de este tipo encuentran su respuesta en el volátil, ingenioso y
siempre variable mercado de bienes de consumo. Por definición, jamás se espera
que estos bienes —hayan sido concebidos para consumo momentáneo o perdurable—
duren siempre; ya no hay similitud con «carreras para toda la vida» o «trabajos
de por vida». Se supone que los bienes de consumo serán usados para desaparecer
muy pronto; temporario y transitorio son adjetivos inherentes a todo objeto de
consumo; estos bienes parecerían llevar siempre grabado, aunque con una tinta
invisible, el lema memento mori [recuerda que has de morir].
Parece haber una armonía predeterminada, una resonancia especial entre esas
cualidades de los bienes de consumo y la ambivalencia típica de esta sociedad
posmoderna frente al problema de la identidad. Las identidades, como los bienes
de consumo, deben pertenecer a alguien; pero sólo para ser consumidas y
desaparecer nuevamente. Como los bienes de consumo, las identidades no deben
cerrar el camino hacia otras identidades nuevas y mejores, impidiendo la
capacidad de absorberlas. Siendo este el requisito, no tiene sentido buscarlas
en otra parte que no sea el mercado. Las «identidades compuestas», elaboradas
sin demasiada precisión a partir de las muestras disponibles, poco duraderas y
reemplazables que se venden en el mercado, parecen ser exactamente lo que hace
falta para enfrentar los desafíos de la vida contemporánea.
Si en esto se gasta la energía liberada por los problemas de identidad, no hacen falta mecanismos sociales especializados para la «regulación normativa» o el «mantenimiento de pautas»; tampoco parecen deseables. Los antiguos métodos panópticos para el control social perturbarían las funciones del consumidor y resultarían desastrosos en una sociedad organizada sobre el deseo y la elección. Pero ¿les iría mejor a otros métodos novedosos de regulación normativa? La idea misma de una regulación, ¿no es, al menos en escala mundial, cosa del pasado? A pesar de haber resultado esencial para «poner a trabajar a la gente» en una comunidad de trabajadores, ¿no perdió ya su razón de ser en nuestra sociedad de consumo? El propósito de una norma es usar el libre albedrío para limitar o eliminar la libertad de elección, cerrando o dejando afuera todas las posibilidades menos una: la ordenada por la norma. Pero el efecto colateral producido por la supresión de la elección —y, en especial, de la elección más repudiable desde el punto de vista de la regulación normativa: una elección, volátil, caprichosa y fácilmente modificable— equivaldría a matar al consumidor que hay en todo ser humano. Sería el desastre más terrible que podría ocurrirle a esta sociedad basada en el mercado.
La regulación normativa es, entonces, «disfuncional»; por lo tanto, inconveniente para la perpetuación, el buen funcionamiento y el desarrollo del mercado de consumo; también es rechazada por la gente. Confluyen aquí los intereses de los consumidores con los de los operadores del mercado. Aquí se hace realidad el viejo eslogan: «Lo que es bueno para General Motors, es bueno para los Estados Unidos» (siempre que por «los Estados Unidos» no se entienda otra cosa que la suma de sus ciudadanos). El «espíritu del consumidor», lo mismo que las empresas comerciales que prosperan a su costa, se rebela contra la regulación. A una sociedad de consumo le molesta cualquier restricción legal impuesta a la libertad de elección, le perturba la puesta fuera de la ley de los posibles objetos de consumo, y expresa ese desagrado con su amplio apoyo a la gran mayoría de las medidas «desreguladoras».
Una molestia similar se manifiesta en el hasta ahora desconocido apoyo —
aparecido en los Estados Unidos y muchos otros países— a la reducción de los
servicios sociales (la provisión de urgentes necesidades humanas hasta ahora
administrada y garantizada por el Estado), a condición de que esa reducción
vaya acompañada por una disminución en los impuestos. El eslogan «más dinero en
los bolsillos del contribuyente» —tan difundido de un extremo al otro del
espectro político, al punto de que ya no se lo objeta seriamente— se refiere al
derecho del consumidor a ejercer su elección, un derecho ya internalizado y
transformado en vocación de vida. La promesa de contar con más dinero una vez
pagados los impuestos atrae al electorado, y no tanto porque le permita un
mayor consumo, sino porque amplía sus posibilidades de elección, porque aumenta
los placeres de comprar y de elegir. Se piensa que esa promesa de mayor
capacidad de elección tiene, precisamente, un asombroso poder de
seducción.
En la práctica, lo que importa es el medio, no el fin. La vocación del consumidor se satisface ofreciéndole más para elegir, sin que esto signifique necesariamente más consumo. Adoptar la actitud del consumidor es, ante todo, decidirse por la libertad de elegir; consumir más queda en un segundo plano, y ni siquiera resulta indispensable.
https://www.bloghemia.com/2021/01/como-se-genera-un-consumidor-por.html
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