El sentido de la vida
Por: Erich Fromm
"Amar con
inteligencia y de forma plena es el resultado de un acto deliberado, un
propósito que requiere y al mismo tiempo demanda buscar la excelencia." -
Erich Fromm
Texto
de Erich Fromm, publicado a manera de prólogo para su libro
" Vom Haben zum Sein" (Del tener al ser) en 1989
En mi libro [¿Tener o ser?], describía los modos existenciales del tener y del ser, así como las consecuencias que del predominio de cada uno de ellos se derivan para el bienestar del hombre; y concluía que su plena humanización le exige cambiar de orientación: de la posesión a la actividad y del egoísmo a la solidaridad. Seguidamente, expondré unas cuantas sugerencias que puedan servir de preparativos para alcanzar este fin.
Pero quien se disponga a ejercitarse en la orientación al ser tendrá que
empezar haciéndose la pregunta fundamental: ¿para qué quiero vivir?
Ahora bien, ¿es ésta una pregunta razonable? ¿Hay un motivo para querer vivir,
faltándonos el cual preferiríamos no vivir? En realidad, todos los seres
vivientes, tanto los animales como el hombre, quieren vivir, y esta voluntad
sólo desaparece en circunstancias excepcionales, como un dolor insoportable. En
él hombre, pasiones como el amor, el odio, el orgullo y la lealtad pueden ser
más fuertes que la voluntad de vivir. Parece que la naturaleza —o, si se
prefiere, la evolución— ha dado a todo ser viviente esta voluntad de vivir, y
cualesquiera crea el hombre que son sus motivos, no son más que ideas derivadas
con las que justifica este impulso biológico. Pero no hace falta recurrir a la
teoría de la evolución. El maestro Eckhart (1927, pág. 365) ha dicho lo mismo
de manera más sencilla y poética:
«Quien preguntase a un hombre bueno:
—No lo sé… ¡Porque es Dios!
— ¿Por qué amas la verdad?
— ¡Por la verdad!
— ¿Por qué amas la justicia?
—Por la justicia.
— ¿Por qué amas la bondad?
—Por la bondad. —Y, ¿por qué vives?
—A fe mía, que no lo sé… ¡Me gusta vivir!».
El querer vivir, el gustarnos vivir, es cosa que no necesita explicación. Pero
si nos preguntamos cómo queremos vivir, qué pedimos a la vida, qué le hace
tener sentido para nosotros; se trata, verdaderamente, de preguntas —más o
menos idénticas— que recibirán muchas respuestas diferentes. Unos dirán que
quieren amor, otros escogerán el poder, otros seguridad y, otros, placeres
sensuales y comodidades, mientras que otros preferirán la fama; pero lo más
probable es que la mayoría coincidan en decir que quieren ser felices. Y éste
es también, para la mayoría de los filósofos y de los teólogos, el propósito de
los afanes humanos. Pero si entendemos por felicidad cosas tan diferentes e
incompatibles como las citadas, será una idea abstracta y más bien vana. Se
trata de examinar qué significa este término, tanto para el filósofo como para
el profano.
Aun entendiéndose la felicidad de modos tan diferentes, la mayoría de los
pensadores coinciden en la idea de que seremos felices si se cumplen nuestros
deseos o, por decirlo de otra manera, si tenemos lo que queremos. Las
diferencias entre las diversas ideas están en la respuesta a la pregunta de
cuáles son esas necesidades cuya satisfacción nos hace ser felices. Llegamos,
pues, al momento en que la pregunta por el sentido y la finalidad de la vida
nos lleva a la cuestión de qué son las necesidades humanas.
En general, hay dos posturas contrarias. La primera, y casi la única que hoy se
defiende, consiste en afirmar que la necesidad es algo enteramente subjetivo:
es el afán de conseguir una cosa deseada con tanta ansia que justamente podemos
llamar necesidad, y cuya satisfacción nos procura placer. Esta definición no
atiende al origen de la necesidad. No se pregunta si es de raíz fisiológica,
como en el caso del hambre y la sed; o si es debida al desarrollo social y
cultural del hombre, como la necesidad de refinamiento en la comida y la
bebida, o la de gozar del arte y del pensamiento; o si es socialmente inducida,
como la de cigarrillos, coches y aparatos; ni, finalmente, si se trata de una
necesidad patológica, como la de tener satisfacciones sádicas o masoquistas.
Tampoco se plantea en esta postura qué consecuencias tiene para el hombre la
satisfacción de la necesidad: si enriquece su vida y contribuye a su
desarrollo, o lo debilita, lo embota y lo obstaculiza, convirtiéndose en
negativa. Se cree cuestión de gusto el que una persona disfrute el cumplimiento
de su deseo de oír a Bach, o el de su sadismo dominando o dañando a algún
desamparado: mientras sea esto lo que una persona desee, la felicidad
consistirá en la satisfacción de esta necesidad. Las únicas excepciones que
suelen hacerse son aquellos casos en que la satisfacción de una necesidad
perjudica gravemente a otros o va en detrimento de la propia utilidad social.
Así, el deseo de destruir y el de consumir estupefacientes no se toman como
necesidades legítimas, aunque produzcan «placer».
La postura contraria establece una diferenciación fundamental, atendiendo a si
la necesidad conduce al desarrollo y bienestar del hombre, o lo obstaculiza y
perjudica. Piensa en las necesidades que se originan en la naturaleza del
hombre y conducen a su desarrollo y a la realización de sí mismo. No hay
felicidad puramente subjetiva, sino objetiva, normativa. Sólo conduce a la
felicidad el cumplimiento de los deseos que están en el interés del hombre. En
el primer caso, digo: «Seré feliz si gozo todos los placeres que desee»; en el
segundo: «Seré feliz si logro lo que debo desear, puesto que quiero alcanzar un
máximo de bienestar».
No hará falta decir que esta última versión resulta inaceptable desde el punto
de vista de la teoría científica tradicional, porque introduce en el cuadro una
norma, o sea, una calificación, con lo que parece restarle validez objetiva. La
duda está en si no es cierto que la norma en sí tiene validez objetiva. ¿No
puede decirse que el hombre tiene una naturaleza? Y si tiene una naturaleza que
podemos definir objetivamente, ¿no podremos creer que su finalidad es la misma
de todos los seres vivientes, a saber, su más perfecto ejercicio y la más plena
realización de sus posibilidades? ¿No se sigue de ello que ciertas normas son
conducentes a esta finalidad, mientras que otras la obstaculizan?
Esto puede entenderlo cualquier jardinero. El fin de la vida de un rosal es
llegar a actualizar todo su potencial: que sus hojas se desarrollen bien y que
su flor sea la rosa más perfecta que pueda nacer de su semilla. El jardinero
sabe que, para alcanzar este objetivo, debe seguir ciertas normas conocidas por
experiencia. El rosal necesita un tipo especial de tierra, de humedad, de
temperatura, de sol y sombra. A él corresponde procurárselos, si quiere
conseguir buenas rosas. Pero, incluso sin su ayuda, el rosal trata de
satisfacerse un máximo de necesidades. No puede modificar en nada la tierra y
la humedad, pero puede inclinarse hacia el sol, si tiene la oportunidad. Lo
mismo ocurre con la crianza de animales, aunque en este caso es mayor la
variedad de fines y, por tanto, de normas que el criador puede querer alcanzar.
¿Por qué no habría de ocurrir lo mismo con el género humano?
Aun careciendo de conocimientos teóricos sobre los motivos de que ciertas
normas conduzcan al óptimo desarrollo y ejercicio del hombre, la experiencia
nos enseña, al menos, tanto como al jardinero y al ganadero. Ésta es la razón
por la que todos los grandes maestros de la humanidad han llegado a enseñar,
esencialmente, las mismas normas, que se resumen en la necesidad de vencer la
codicia, el engaño y el odio y de conseguir amor y participación, como
condición para alcanzar un grado óptimo de ser. Sacar conclusiones de las
pruebas reales, aun careciendo de teorías que las expliquen, es un método
perfectamente sensato y de ninguna manera «acientífico», aunque el ideal
científico siga siendo descubrir qué leyes hay detrás de las pruebas.
Quienes insisten en negar fundamento teórico a los llamados juicios
apreciativos sobre la felicidad humana no hacen la misma objeción ante un
problema fisiológico, aunque, naturalmente, el caso es distinto. Supongamos que
una persona siente ansia de dulces y pasteles, engorda y pone en peligro su
salud: no dirán que, si el comer es su mayor felicidad, debe seguir comiendo,
sin dejarse convencer de que renuncie a este placer; reconocerán que esta ansia
es cosa diferente a los deseos «normales», precisamente porque daña él
organismo. No dicen que esta reserva sea subjetiva, ni acientífica, ni un
juicio apreciativo, sencillamente porque sabemos la relación que hay entre el
exceso en la comida y la salud. Pero hoy sabemos también mucho de lo
patológicas y dañinas que son pasiones como el ansia de fama, de poder, de
posesión, de venganza y de dominio, así que, con el mismo fundamento teórico y
clínico, podemos calificar de nocivas estas necesidades. No hay más que pensar
en la «enfermedad del directivo», las úlceras gástricas, que son consecuencia
de la vida ajetreada, y en la tensión producida por el exceso de ambición, la
falta de equilibrio de la personalidad y la dependencia del éxito. Pero, según
muchos datos, hay algo más que esta relación entre las posturas «equivocadas» y
la enfermedad somática. En las pasadas décadas, unos cuantos neurólogos, como
C. von Monakow, R. B. Livingston y Heinz v. Foerster, han señalado que el
hombre está dotado neurológicamente de una moral «biológica», en la que se
arraigan normas como las de cooperación y solidaridad y la búsqueda de la
verdad y de la libertad. Son ideas que se basan en consideraciones desde el
punto de vista de la teoría de la evolución (véase E. Fromm, 1973a, GA VII,
págs. 232-235). Por mi parte, he querido mostrar que las principales normas
humanas son condiciones para el pleno desarrollo personal, mientras que los
deseos puramente subjetivos son objetivamente perniciosos (véase E. Fromm,
1973a, GA VII, y E. Fromm, 1947a, GA II, págs. 14- 18).
La finalidad de la vida, tal como la entendemos en las páginas siguientes,
puede establecerse en distintos planos. Del modo más general, puede definirse
como un desarrollo propio que nos acerque todo lo posible al modelo de la
naturaleza humana (según Spinoza); o, en otras palabras, el óptimo desarrollo
de acuerdo con las condiciones de la existencia humana, llegando a ser
plenamente lo que somos en potencia; dejar que la razón o la experiencia nos
lleven a comprender qué normas conducen al bienestar, dada la naturaleza del
hombre, que podemos comprender por la razón (según santo Tomás de Aquino).
La que quizá sea la forma fundamental de expresar la finalidad y el sentido de
la vida es común a las tradiciones del Lejano y del Cercano Oriente (y Europa):
la «Gran Liberación», liberación del dominio de la codicia (en todas sus
formas) y de las cadenas del engaño. Podemos encontrar este doble aspecto de la
liberación en doctrinas como la religión védica de la India, en el budismo y en
el zen chino y japonés; en la forma mítica de Dios como rey supremo en el
judaísmo y el cristianismo; culminando en la mística cristiana y musulmana, en
Spinoza y en Marx. En todas estas enseñanzas, la liberación interior, el romper
las cadenas de la codicia y del engaño, no puede desligarse del óptimo
desarrollo de la razón (entendida la razón como el empleo del pensamiento con
la finalidad de conocer el mundo tal como es, en contraste con la «inteligencia
manipuladora», que es el empleo del pensamiento con el propósito de satisfacer
un deseo).
Esta relación entre la liberación de la codicia y el primado de la razón es
intrínsecamente necesaria. Nuestra razón sólo obra hasta el punto en que no
esté sofocada por la codicia. El que está preso de sus pasiones irracionales se
encuentra forzosamente a su merced, pierde la capacidad de ser objetivo y no
hace más que justificarse cuando cree decir la verdad.
En la sociedad industrial se ha perdido esta idea de la liberación (en sus dos
aspectos) como finalidad de la vida, o más bien se ha mermado y tergiversado.
Se ha entendido exclusivamente como liberación de fuerzas exteriores: la clase
media, como liberación del feudalismo; la clase obrera, del capitalismo, y los
pueblos de Africa y Asia, del imperialismo. Se ha tratado esencialmente de una
liberación política. Me refiero a las ideas y a los sentimientos populares.
Desde luego, el concepto de liberación no era principalmente político, si
recordamos la filosofía de la Ilustración, con su lema sapere aude («Atrévete a
saber»), y el interés de los filósofos por la liberación interior.
En efecto, la liberación del dominio exterior es necesaria porque merma al hombre, con la excepción de muy pocos individuos. Pero también la exclusiva atención a ella ha hecho mucho daño: en primer lugar, los liberadores se transformaron con frecuencia en los nuevos dominadores, que no hacían sino vocear los ideales de libertad. Segundo, la liberación política pudo ocultar que se estaba creando una nueva opresión, aunque en formas solapadas y anónimas. Así ha ocurrido en las democracias occidentales, donde la dependencia se disfraza de muchas maneras. (En los países comunistas, la dominación es más franca). Y, lo más importante, se ha olvidado por completo que el hombre puede ser esclavo sin estar encadenada Una idea religiosa afirma reiteradamente lo contrario: que el hombre puede ser libre incluso estando encadenado. Y puede ser cierta a veces, en casos rarísimos, pero no tiene importancia en nuestra época. Sí la tiene, en cambio, y mucha, la idea de que el hombre puede ser un esclavo sin cadenas: no se ha hecho más que trasladar las cadenas, del exterior, al interior del hombre. El aparato sugestionador de la sociedad lo atiborra de ideas y necesidades. Y estas cadenas son mucho más fuertes que las exteriores: porque éstas, al menos, el hombre las ve, pero no se da cuenta de las cadenas interiores que arrastra creyendo ser libre. Puede tratar de romper las cadenas exteriores, pero ¿cómo se librará de unas cadenas cuya existencia desconoce?
Toda tentativa de superar la crisis, quizá fatal, de los países industriales, y es posible que del género humano, habrá de empezar por ver cuáles son las cadenas exteriores y las interiores; habrá de basarse en la liberación del hombre, en el sentido humanista clásico, así como en el moderno sentido político y social. En general, la Iglesia sigue hablando sólo de la liberación interior. Los partidos políticos, desde los liberales hasta los comunistas, hablan sólo de la liberación exterior. Sin embargo, vemos claramente en la historia que la una sin la otra da lugar a una ideología que deja al hombre indefenso y dependiente. El único objetivo realista es la liberación total, objetivo que bien podríamos llamar humanismo radical (o revolucionario).
En la sociedad industrial se ha tergiversado también el concepto de la razón, tal como ha ocurrido con el de la liberación. Desde el comienzo del Renacimiento, el principal objeto que la razón trató de captar fue la naturaleza, y los frutos de la nueva ciencia fueron las maravillas técnicas. El hombre dejó de ser objeto de estudio hasta hace poco, en las formas enajenadas de la psicología, la antropología y la sociología, convirtiéndose cada vez más en mero instrumento para fines económicos. En los casi tres siglos después de Spinoza, fue Freud el primero que volvió a hacer del «hombre interior» objeto científico, aun constreñido como estaba por el estrecho marco del materialismo burgués.
Hoy la cuestión esencial es, me parece, si podremos recrear el concepto clásico de la liberación interna y externa y el concepto de la razón en sus dos aspectos, aplicado a la naturaleza (ciencia) y aplicado al hombre (conocimiento de sí mismo).
Antes de hacer unas sugerencias sobre ciertos preparativos para aprender el arte de vivir, quiero asegurarme de que no se interpretarán mal mis intenciones. Si el lector espera en este capítulo una breve receta para aprender el arte de vivir, será mejor que lo deje aquí. Lo único que quiero y puedo ofrecer son unas sugerencias sobre la dirección en que podrá encontrar respuestas y ensayar un esbozo de algunas de ellas. Lo que tengo que decir es incompleto, y la única compensación para el lector será que hablaré solamente de los métodos que yo mismo haya practicado y experimentado.
Este principio de exposición implica que no voy a tratar de escribir sobre todos los métodos preparatorios, ni siquiera sobre los más importantes. No hablaremos del yoga, del zen, de la meditación centrada en las palabras, ni de los métodos de relajación de Alexander, Jacobson y Feldenkreis. Tratar sistemáticamente de todos los métodos exigiría por lo menos todo un volumen y, además, no sería yo el más indicado para escribir tal compendio, pues creo que no podemos escribir sobre experiencias que no hayamos vivido.
De hecho, podría terminar este capítulo justo aquí, diciendo: lea las obras de los maestros del vivir, llegue a comprender el verdadero sentido de sus palabras, fórmese su propia idea de lo que quiera hacer con su vida; abandone la ingenua idea de que no necesita maestro, ni guía, ni modelo; de que puede averiguar, en el lapso de una vida, lo que han descubierto las mentes más grandes del género humano en muchos millares de años, a partir de las piedras y los esbozos que les dejaron sus predecesores. Según dijo uno de los mayores maestros del vivir, el maestro Eckhart: «¿Cómo puede vivir nadie sin haber sido instruido en el arte de vivir y de morir?».
https://www.bloghemia.com/2021/03/el-sentido-de-la-vida-por-erich-fromm.html
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