¿De qué socialismo
hablamos?
Por
Adolfo Sánchez Vázquez
¿Que entender hoy por
socialismo? La pregunta se hace desde nuestro presente, aunque lo que nos ocupa
o preocupa ahora es el socialismo del futuro o el futuro del socialismo. Pero
cabe preguntarse a su vez: ¿por qué no el socialismo para hoy? Respuesta al
canto: porque el socialismo como objetivo visible y viable no está al orden del
día. No lo está para los movimientos, fuerzas o partidos que han inscrito ese
objetivo en sus programas o banderas. Afirmar esto es sencillamente registrar
un hecho. Como lo es también el contraste de su ausencia actual con su
presencia estratégica en el largo pasado, que, arrancando de mediados del siglo
anterior, se extendería a las décadas de los sesenta o setenta de nuestro
siglo. Ya sea que en ese pasado se privilegiara una de las dos vías
tradicionales: las llamadas reformista o revolucionaria, socialdemócrata o
leninista, el socialismo se ha presentado, durante siglo y medio, como un
objetivo estratégico, provisto de ciertas señas de identidad.
Hoy, sin embargo, no es
tal objetivo. No lo es en los países capitalistas desarrollados, incluso cuando
se persigue, con este o aquel matiz, un Estado más solidario, más democrático,
o una sociedad más justa o más igualitaria. El socialismo se deja para mañana.
Tampoco es ese objetivo en los países del llamado Tercer Mundo, cuya
preocupación principal está en sus relaciones desiguales con el Norte. Y,
dentro de él, por lo que toca a América Latina, el objetivo prioritario actual
para la izquierda es, asimismo: a) defender la democracia ante las tentaciones
o tentativas autoritarias; b) ampliarla o profundizarla en los países en los
que ha sido arrancada —o concedida por las dictaduras militares—; o c) sanear,
depurar la democracia política sancionada formal, constitucionalmente, allí
donde el fraude y el engaño la pervierten. En verdad, si dejamos a un lado las
fuerzas mesiánicas que aún quedan y que, por la vía armada, pretenden llegar al
socialismo, es la democracia —con diferente contenido en cada caso—, y no el
socialismo, lo que está al orden del día. Y lo ha estado incluso para la
revolución sandinista en Nicaragua, que se consideraba legítimamente a sí
misma, no solo como una revolución popular y antiimperialista, sino también
democrática, y que, por su fidelidad a la democracia, no dudo en dejar el
poder.
Tampoco lo es en las
sociedades europeas del Este, donde el objetivo socialista o la utopía de “otro
socialismo” se han hecho añicos al hundirse el “socialismo real“. Y en la
propia Unión Soviética, el desmantelamiento del “socialismo real” y las
reformas económicas y políticas emprendidas bajo el signo de la peresiroika
difícilmente podrían permitirnos afirmar hoy que la proa de la nave soviética
se enfila hacia un verdadero socialismo.
Así pues, el socialismo
no está a la vista en el horizonte estratégico de las fuerzas políticas y
sociales que en él lo inscribieron en el pasado, o que aun lo inscriben hoy en
sus banderas. No se considera cosa del presente, sino del futuro. En
consecuencia, la sustitución del capitalismo por el socialismo no se la
plantean para hoy.
II
Ahora bien, si el
socialismo no está en el horizonte estratégico actual, ¿significa esto que ya
no es la alternativa que durante largos años se ha considerado necesaria y
deseable al capitalismo? ¿Acaso ha resuelto este los problemas estructurales,
de fondo, que llevaron al marxismo clásico a postularla, y a hacer de ella la
meta de la estrategia a que dio lugar: reformista o revolucionaria? ¿O, tal
vez, el capitalismo contemporáneo ofrece soluciones a sus viejas dolencias, o a
sus contradicciones fundamentales? Pero sus males no han hecho más que
agravarse y sus contradicciones se han agudizado más y más. Baste recordar que:
1) El desarrollo de las
fuerzas productivas, conforme a la lógica de la acumulación capitalista, se ha
vuelto cada vez más destructivo, hasta el extremo de minar la base natural de
la existencia humana y de amenazar —durante cuatro décadas— con un holocausto
nuclear la supervivencia misma de la humanidad.
2) El progreso
tecnológico, con la extensión de la automatización y la robotización, y el
incremento inaudito de la productividad, conduce a apartar de la actividad
productiva a masas trabajadoras cada vez más amplias. Ya no se trata solo de
los parados que, a los ojos de Marx, constituían el ejercito industrial de
reserva, sino del paro estructural o reserva masiva de trabajadores condenada a
no entrar nunca en acción (reserva que incluye a millares y millares de jóvenes
que jamás tendrán un puesto de trabajo y a un ejército de marginados que se
hallara siempre fuera del proceso productivo). Hay quienes abrigan la ilusión
de que, bajo el capitalismo, pueda otorgarse una renta básica a toda la
población. Pero el Estado de bienestar más prodigo, para no hablar del Estado
asistencial y en crisis del presente, ¿podría cargar con el mantenimiento de la
inmensa población condenada al paro estructural? Y, aun así, ¿podría asegurar
—como agudamente plantea Adam Schaff— las condiciones para que la inactividad,
el ocio, permitieran una nueva forma de actividad, propiamente humana,
creadora, es decir, para que el alejamiento de la actividad productiva no se
convirtiera en una nueva y terrible forma de enajenación? 1
3) Pero (sin llegar tan
lejos) la enajenación en el trabajo que el joven Marx señaló y fustigó en sus
Manuscritos de 18442 no ha hecho más que extenderse a todas las esferas de la
producción y del consumo, y, en general —como claramente se ha revelado desde
los análisis de la Escuela de Francfort—, a todos los campos de la vida social,
incluidas las industrias de la cultura y la comunicación.
4) De este modo, lo que
Marx y Engels vislumbraron en las condiciones del capitalismo inmaduro del
siglo XIX ha alcanzado las más altas cuotas de irracionalidad y
deshumanización. La expansión de la racionalidad instrumental, ordenada a los
fines de la producción capitalista, conduce a la humanidad a un destino
irracional, en el que se pone de manifiesto en toda su agudeza la contradicción
entre el desarrollo de las fuerzas productivas, impulsada por la racionalidad
de los medios, y las relaciones capitalistas de producción (tesis del marxismo
clásico, cuya validez no ha hecho más que confirmarse).
5) La expansión
irrefrenable del capital transnacional en los países del Tercer Mundo agrava
aún más las condiciones dramáticas de existencia de sus pueblos; lleva, con el
endeudamiento exterior que les impone, a frenar aún más su desarrollo económico
y acrecienta su dependencia económica y política respecto de las principales
potencias capitalistas. Por otra parte, el desplazamiento de las agudas
tensiones internacionales Este-Oeste a los conflictos Norte-Sur los hace aun
más vulnerables, sin contar con que un sector cada vez más amplio de esos
países queda marginado —por la indiferencia de las grandes potencias
capitalistas— de la producción y el comercio mundiales.
6) Las desigualdades
sociales del capitalismo que Marx y Engels veían, ante todo, como desigualdades
de clase, fundadas en la antagónica posición económica, se han extendido fuera
de la producción a otras aéreas de la vicia social, constituyendo un complejo
entramado de desigualdades.
Bastaría este apretado
catálogo de males y contradicciones capitalistas de nuestro tiempo para poner
al orden del día la necesidad de pugnar por una alternativa socialista,
particularmente en los países en los que se dan las condiciones materiales,
políticas y culturales para que sea no solo deseable sino factible. Sin
embargo, en contraste con el pasado, cuando esa alternativa estaba en el
horizonte estratégico, el socialismo ha dejado de ser hoy tal alternativa, y
solo se mantiene —cuando se mantiene—, no como simple retoque o correctivo del
capitalismo realmente existente, sino como “socialismo del futuro“. Nos
encontramos, pues, con esta paradoja: cuando la alternativa socialista al
capitalismo —de acuerdo con sus males y contradicciones— se ha vuelto más
imperiosa, el socialismo no está al orden del día, o al menos no lo está con
las señas de identidad que permitirían reconocerlo como tal.
Las razones de esta
paradoja son múltiples, pero destacaremos las siguientes:
1ª). La vitalidad del
capitalismo contemporáneo, al desarrollar sus fuerzas productivas, ha
desmentido las predicciones acerca de su derrumbe (Rosa Luxemburgo) o agonía
(Lenin). No obstante los logros alcanzados, se trata en verdad de un desarrollo
que, en cuanto que se rige ante todo por la lógica capitalista del beneficio,
se vuelve, no solo contra los intereses de los trabajadores, sino de toda la
humanidad. Pero, de todas maneras, al percibirse ese desarrollo sin su
dimensión negativa, ha generado cierto escepticismo sobre el destino futuro del
capitalismo y sobre la necesidad y deseabilidad de su sustitución.
2ª). El descredito del
“socialismo realmente existente“, al reducir el proyecto socialista de
emancipación, surgido de la Revolución de Octubre, a un nuevo sistema de
explotación y opresión, lo que ha conducido a su vez al descrédito de la idea
misma del socialismo como proyecto liberador.3 El fracaso histórico del
“socialismo real” se presenta tendenciosamente como el fracaso del socialismo
(no solo el “real“, sino el posible o futuro) y la victoria definitiva del
capitalismo.
3ª). La impotencia de
las estrategias clásicas (reformista o revolucionaria, gradual o frontal,
pacifica o violenta) para transformar la sociedad capitalista en dirección al
socialismo ha mermado la convicción de que este, no es solo un objetivo
necesario y deseable, sino posible y realizable.
4ª). El fracaso de los
intentos —como el eurocomunista— encaminados a superar la impotencia de las
estrategias clásicas ha contribuido, asimismo, a minar la adhesión a la
alternativa socialista.
5ª). La ofensiva
ideológica tendiente a maquillar la imagen del capitalismo y a ennegrecer la
del socialismo se ha extendido —gracias al inmenso poder de los medios masivos
de comunicación— a las más amplias capas sociales de los países desarrollados y
periféricos, apuntándose así notables éxitos en la tarea de neutralizar y
desmovilizar las conciencias en la lucha por el socialismo.
Todo esto explica, por
un lado, el debilitamiento e incluso la desaparición de la imagen del
socialismo a los ojos de amplios sectores de la sociedad como objetivo en el
horizonte estratégico. En su lugar, lo que encontramos en la estrategia actual
de los partidos y movimientos socialistas (socialdemócratas, socialistas y
comunistas) es la reivindicación prioritaria de la democracia, aunque
ciertamente con distinto contenido.
III
Así pues, el socialismo
no se asume estratégicamente como socialismo para hoy o un futuro previsible.
Incluso para los partidos y movimientos que no pueden renunciar a ese objetivo
sin negarse a sí mismos, el socialismo solo es cosa del futuro. Y lo es
reconociéndose la necesidad de una fase previa de democracia cada vez más
amplia y efectiva que acabara por ser el socialismo. Pero este objetivo, meta o
ideal han de tener ciertas señas de identidad que no pueden reducirse a las
vagas e imprecisas de una sociedad más justa, más igualitaria o participativa,
ya que con ellas difícilmente podría distinguirse la ideología socialista de
otras ideologías compatibles con los fines y valores del capitalismo. Se trata,
pues, de mostrar las señas de identidad que permitan distinguir a un sistema de
otro, y, por tanto, no hacerlos mutuamente compatibles al borrar esa
distinción.
Ahora bien, ¿de qué
socialismo hablamos? Pues, como el Ser de Aristóteles, se dice de muchas
maneras. Cabe hablar de él, moviéndonos entre una serie de denominadores
polares: socialismo utópico o científico, ideal o real (con y sin comillas);
socialismo en sentido restringido o amplio; socialismo de Estado o socialismo
democrático; de economía planificada o de mercado, etcétera. Pero para
determinar si el socialismo es asunto de la utopía o la ciencia, de la
imaginación o la razón, si entraña una estatalización de la vida social o una
socialización del poder político, si puede hablarse de un socialismo
restringido a su base económica o en un sentido amplio que abarque la totalidad
social; o, finalmente, si es legítimo diseñar un socialismo ideal con cuya vara
pueda medirse el socialismo real, o, si por el contrario, no hay más —o no ha
habido más— socialismo que el “realmente existente“, tenemos que proveernos de
ciertas señas de identidad. Justamente las que nos permitan apresar el núcleo
esencial de lo que llamamos socialismo, y librarlo así del perfil borroso con
el que ideologías diversas lo difuminan.
IV
Pero, ¿cómo apresar ese
núcleo esencial que permite reconocer el rostro del socialismo? Descartemos
previamente algunas vías que nos alejan de ese reconocimiento. Entre ellas:
1ª). La apelación
acrítica y fidelista a los fundadores del marxismo. Como es sabido, Marx y
Engels, escarmentados por los excesos descripcionistas de los socialistas
utópicos, fueron muy parcos al diseñar el proyecto de socialismo u organización
social a la que Marx llama “fase inferior de la sociedad comunista” (Crítica
del Programa de Gotha). Y aunque esta fase se caracteriza como una sociedad a la
que se transita desde el capitalismo, es evidente que el periodo de la historia
real que se abrió con la revolución rusa de 1917 planteo la transición en
términos distintos: del capitalismo al socialismo, y no al comunismo. Y es
evidente también que en el curso de esa transición lo que surgió y se
desarrollo fue el “socialismo real“, es decir, un tipo de sociedad con la que
Marx y Engels no contaron ni podían contar. Así pues, sin ignorar lo que puede
aprovecharse de los clásicos marxistas, hay que aprovechar ante todo lo que
brinda la experiencia histórica, pero sin considerarla, en el caso del
“socialismo real“, pura y simplemente en relación con Marx. 4 En suma, la
apelación acrítica y fidelista a los fundadores cierra el paso para entender lo
que el socialismo sea.
2ª). La especulación
idealizante o moralizante que contrapone “lo que es” a “lo que debe ser”. Se
asume aquí el socialismo como el gran principio desencarnado, e independiente
de los agentes, condiciones y medios de su realización. Con este enfoque, el
socialismo —como ideal— es lo bueno y lo justo que se desentiende de la acción
política necesaria de los hombres para que lo ideal tome cuerpo en la realidad.
Ciertamente, este enfoque no permite captar el núcleo esencial del socialismo,
entendido este como un ideal que, no solo debe realizarse, sino que puede
encarnarse en la vida real, en la medida en que, dadas las condiciones
necesarias, se asume prácticamente.
3ª). El
convencionalismo que identifica el socialismo con lo que, pretendidamente, se
ajusta a cierta convención (programa de un partido, o Constitución de un
Estado). Lo que importa aquí no es la realidad, sino lo que a espaldas de ella
se proclama en la convención correspondiente. Así, por ejemplo, la Constitución
soviética de 1936 convenía en considerar la propiedad social sobre los medios
de producción como fundamento económico del socialismo, aunque la realidad —o
sea, la propiedad estatal absoluta— lo negaba. El convencionalismo se daba aquí
la mano con el mas chato empirismo, al elevar cierta realidad empírica (la
propiedad estatal, la economía centralizada) al nivel de la Idea (propiedad
social, democracia socialista). Lo realmente existente se proclamaba así como
socialismo real.
V
Descartadas estas vías,
nos atendremos al criterio objetivo que distingue las formaciones
económico-sociales por: a) la forma de propiedad sobre los medios de
producción; b) la división de la sociedad en clases; c) su situación en ella de
acuerdo con su posición en el proceso productivo; y d) su supraestructura
política (naturaleza del Estado y de sus relaciones con la sociedad civil). Con
estos rasgos esenciales, que extraemos de la obra de Marx, podemos construir un
concepto de socialismo que puede funcionar como ideal, si consideramos que la
realidad que prefigura es, por valiosa, deseable y factible, digna de nuestros
esfuerzos y sacrificios para alcanzarla. Pero, a su vez, esa realidad, que
hasta ahora nunca se ha dado, solo existirá si es asumida conscientemente como
proyecto, y, dadas las condiciones indispensables, cuenta con el apoyo activo y
organizado de los agentes sociales necesarios.
VI
Pues bien, ¿qué
socialismo es ese?, ¿cuáles son sus señas de identidad?
La primera es su
naturaleza liberadora, emancipatoria. El socialismo es, ante todo, un proyecto
de liberación humana que se distingue de otros proyectos, ya sean los
trascendentes o religiosos de salvación del hombre, ya sean los secularizados
que recogen la aspiración de emancipar al género humano aquí en la tierra. El
socialismo continúa y descontinúa, a la vez, el proyecto humanista burgués de
la Ilustración de construir un nuevo orden social de libertad, igualdad y
fraternidad fundado en la razón. Los límites de ese proyecto ya fueron
señalados por Marx, y su crítica no ha hecho más que radicalizarse con las de
Nietzsche y Kierkegaard en el siglo pasado, y con las de la Escuela de
Francfort en nuestra época. El socialismo aspira a superar los límites del
proyecto ilustrado en la modernidad burguesa, proyecto incumplido según
Habermas o cumplido necesariamente en forma limitada, como ya subrayaba Marx;
es decir, como proyecto de emancipación política y no propiamente social,
humana. 5 Por tanto, no es la vocación emancipatoria de la Ilustración lo que
niega el socialismo, sino los obstáculos y límites que, generados por su
fundamento económico-social burgués, encuentra esa vocación y transforma la
racionalidad ilustrada en pura irracionalidad. Así pues, aunque el socialismo
comparte la vocación emancipatoria de otros proyectos modernos de libertad,
igualdad y justicia, no puede renunciar a la crítica de sus limitaciones y,
sobre todo, no puede perder sus señas de identidad propias al pugnar por esos
ideales. Ciertamente, la libertad, la igualdad, la justicia y el respeto a los
derechos humanos como valores de raigambre ilustrada no son exclusivos del
socialismo, pero este los hacen suyos con un contenido que los separa de otras
ideologías —como el liberalismo— compatibles o consustanciales con el
capitalismo. Por ello, hay que rechazar la reducción del socialismo a una
ideología política propia de todas las “comprometidas con la democracia y la
libertad“. 6
Pero la distinción no
puede consistir por ello en hacer diferencias puramente cuantitativas en el
seno de los valores e ideales de igualdad, libertad, justicia o solidaridad. No
se trata solo de extender o alcanzar más libertad, igualdad o participación,
aunque esto por supuesto es indispensable. Ahora bien, el proyecto socialista
entraña una libertad, igualdad o participación distintas: justamente las que no
pueden estar inscritas en un proyecto burgués. Por ello, las señas de identidad
del socialismo se esfuman si nos limitamos a afirmar que es “libertad“,
“conquista de la igualdad“, “reivindicación de la democracia” o
“autodeterminación del individuo“; es decir, si no se especifica qué tipo de
libertad, igualdad, democracia o autodeterminación individual se postulan o
reivindican. De lo contrario, se permanece en un plano tan general que el
proyecto socialista se confunde con otros, incluso con algunos que justifican y
tratan de legitimar el orden social que el socialismo pretende sustituir. Pero
no se trata de ignorar lo que puede haber —cuando lo hay— de libertad o
igualdad en otros proyectos no socialistas, sino de superar sus límites, no solo
cuantitativa, sino cualitativamente, haciendo entrar en el justamente lo que la
ideología y la realidad social burguesas no pueden contener.
Admitido, pues, que el
proyecto socialista no puede confundirse con otros, veamos tanto la condición
necesaria para transitar a él cómo las señas de identidad de una sociedad
propiamente socialista.
VII
Condición necesaria y
prioritaria para que pueda darse la alternativa socialista es, como ya
señalaron Marx y Engels, la abolición de la propiedad privada sobre los medios
de producción, pero no de otras formas de propiedad privada, así como la
propiedad cooperativa, autogestionaria, municipal o parcelaria en el campo. Y
exige también, en consecuencia, la transformación del Estado que vela por las
condiciones de la acumulación capitalista en ese régimen de propiedad. Lo cual
significa, asimismo, que el cambio de poder político o su distribución, por
amplia que sea su autonomía, no pueden darse al margen de las relaciones de
producción de las que depende, en definitiva, la naturaleza del Estado. De
acuerdo con esta tesis del marxismo clásico, confirmada por la historia real
del capitalismo, es inconcebible un poder político que atente, en la sociedad
capitalista, contra la ley fundamental de la acumulación propia de ella. Y esto
explica también que, aunque el poder político logre —como lo ha logrado el
Estado de bienestar— eliminar ciertas desigualdades, no puede abolir las
desigualdades básicas, que tienen su origen en la apropiación privada de los
medios de producción y la correspondiente acumulación de beneficios.
Ahora bien, ¿ha
cambiado en nuestro tiempo el capitalismo transnacional o tardío la posición
prioritaria de la propiedad privada con respecto al poder político? ¿Acaso la
cuestión de la propiedad privada sobre los medios de producción pasa a segundo
plano y, en consecuencia, su abolición deja de figurar en “el horizonte
estratégico del socialismo democrático” y la prioridad pasa al “desarrollo del
poder del Estado como contrapeso a la desigualdad del poder económico“? 7 A
estas cuestiones respondemos negativamente. El poder político en la sociedad
capitalista puede paliar —como ya hemos señalado— ciertas consecuencias
sociales del régimen de la propiedad privada, pero no anular el poder económico
fundado en ese régimen. Ello revelaría una autonomía absoluta del poder
político que, hasta ahora, se ha revelado imposible. Por la misma razón, puede
reconocerse la existencia de importantes cambios en la distribución del poder
político sin que ello signifique que afectan sustancialmente las relaciones de
propiedad privada, y, menos aun, que entrañen su abolición, y que, sin embargo,
sean compatibles con el sistema. De esta compatibilidad solo puede hablarse si
al sistema social en que se dan esos cambios no se le llama por su nombre
(“capitalismo“) y se le atribuye el que hemos reservado (“socialismo“) para el
que ha de sustituirlo. Y solo si borramos la línea divisoria entre uno y otro
sistemas, que pasa necesariamente por la abolición de la propiedad privada
sobre los medios de producción, podemos excluir esa abolición del horizonte
estratégico del socialismo. Por ello, discrepamos de Vargas-Machuca cuando
afirma: “El socialismo en el futuro va a ser compatible con el funcionamiento
del capitalismo, es decir, con el mantenimiento de la propiedad privada…“, 8
entendida esta como propiedad sobre los medios de producción.
VIII
Ahora bien, si la
abolición de la propiedad privada es condición necesaria para el socialismo, no
es en modo alguno condición suficiente. Como demuestra la experiencia histórica
del “socialismo real“, dicha abolición no basta para caracterizar como
socialista a la sociedad en la que se da. Ciertamente, con ella se pone de
manifiesto en dicha sociedad su anticapitalismo —si tomamos en cuenta lo que niega—,
o su poscapitalismo —si se considera que se trata de una sociedad que viene
después de la negada—. Pero no puede afirmarse sin más que por ello la sociedad
que niega a la anterior o la sucede sea socialista. Anticapitalismo o
poscapitalismo no son sinónimos de socialismo.
Ya Marx advirtió en un
texto juvenil (los Manuscritos económico-filosóficos de 1844) la necesidad de
evitar las falsas superaciones del capitalismo. No se le escapo la idea de que,
aun después de ser abolido, el principio de la propiedad privada puede
encarnarse en nuevas formas y dar nueva vida al espíritu egoísta asociado a el.
9 Tampoco se le escapó a Engels que la transformación de la propiedad privada
en pura y simple propiedad estatal generaría un nuevo sistema, el “socialismo de
Estado“, que, en modo alguno, sería verdaderamente socialista. 10 Tanto en la
sociedad que tiene presente el joven Marx, como en la que avizora Engels, ya no
regiría la propiedad individual, sino la particular, de grupo, egoísta, que
atisba Marx, o la estatal, que Engels condena en su crítica a Lassalle.
El socialismo requiere
la socialización de los medios de producción en el doble sentido de propiedad
social y control del uso y usufructo de esos medios por la sociedad. Pero, en
rigor, no es el Estado el propietario, sino la sociedad (y no solo formal, sino
efectivamente) de los medios de producción. Si el Estado y la sociedad
mantienen la relación adecuada, estatalización y socialización, lejos de
contraponerse, se conjugan necesariamente, ya que la primera no es más que la
forma que, en esa relación, adopta la segunda, sin constituirse por tanto en un
fin en sí. Una y otra entran en oposición cuando la propiedad social es
suplantada por la estatal, que deja entonces de ser una manifestación de ella
para convertirse en fin. Pero semejante transformación de la propiedad social
en estatal dependerá de la naturaleza del Estado y de la relación que este
mantenga con la sociedad. Si el poder político escapa al control de la
sociedad, también escapara a él la propiedad estatal. En este caso, la
abolición de la propiedad privada dejara paso a la propiedad estatal absoluta
que se ha conocido en las sociedades del “socialismo real“.
IX
No puede hablarse en
verdad de socialismo sin el control de la economía por la sociedad y, en
particular, por los productores, tanto en el nivel de cada unidad de producción
como en el de la economía nacional. Pero esto requiere a su vez, como hemos
señalado, el control del Estado por la sociedad, la socialización del poder
político, la participación efectiva de los miembros de la comunidad; en suma,
la democratización de toda la vida social. El socialismo es por ello
inseparable de la democracia, no solo formal, representativa o política, sino
directa, económica y autogestionaria; inseparable de la democracia que se
extiende en un movimiento de vaivén de la autogestión limitada —de ciertas
unidades económicas, políticas o regionales— a la autogestión social, o
autodeterminación de la sociedad entera, y en todas sus instancias: económica,
política y cultural.
Tenemos, de este modo,
unas señas de identidad del socialismo que excluyen las de la propiedad
puramente estatal y del poder político al margen de la sociedad. Así pues, esas
señas de identidad son fundamentalmente dos: 1) la socialización de los medios
de producción y 2) la socialización del poder, o democracia en su sentido más
amplio, efectivo y profundo. Ambas señas de identidad se dan en unidad
indisoluble: la socialización de los medios de producción es inconcebible sin
una verdadera democratización, y la propiedad social no podría mantenerse sin
un Estado democrático que vele por ella. Esta unidad supone admitir la
necesidad, pero a la vez la insuficiencia de la abolición de la propiedad
privada sobre los medios de producción, así como reconocer la perversión que
representa la reducción de la propiedad social a estatal. Y significa,
asimismo, reconocer la necesidad de la democracia para que pueda hablarse
propiamente de socialismo. Puede darse —se da realmente— la existencia de cierta
democracia sin socialismo, pero no puede hablarse de él sin la democracia que
asegura la participación efectiva y plena de los ciudadanos en todos los campos
de la vida social. La expresión “socialismo autoritario” es tan contradictoria
como tautológica la de “socialismo democrático“.
Pues bien, disponiendo
de las señas de identidad que acabamos de precisar, acerquémonos a las dos
experiencias históricas fundamentales que han proclamado al socialismo como su
objetivo estratégico: la socialdemócrata o socialista de la II Internacional, o
de la Internacional Socialista posterior, y la del “socialismo real“,
justificada teórica y prácticamente por la III Internacional y, más tarde, por
los movimientos y partidos que continuaron remitiéndose al “marxismo-leninismo“.
X
Al referirnos a la
socialdemocracia, y en general a los partidos adheridos a la Internacional
Socialista, tenemos presente, no tanto sus viejos pronunciamientos teóricos
—desde Bernstein— como su práctica política en el poder. Ciertamente, lo han
ejercido y lo ejercen sobre todo en Europa Occidental, y por largos periodos en
algunos países. De estas prácticas dejamos a un lado sus aspectos negativos y
fijamos en este momento la atención en su política social. El máximo logro de
ella ha sido introducir, con el Estado de bienestar (en Suecia, por ejemplo),
un sistema fiscal más justo y ampliar el gasto público para proporcionar a las
clases más desprotegidas socialmente ciertos beneficios en el terreno de la
educación, sanidad, seguridad social, subsidio a los desempleados, vivienda,
etcétera. No cabe duda de que esa política social ha contribuido, en mayor o
menor grado, a limar las aristas más duras de la explotación de la fuerza de
trabajo y de la inseguridad existencial de los individuos bajo el capitalismo.
Ha aminorado, asimismo, ciertas desigualdades económicas, sociales y
culturales, y ha abierto espacios más amplios de libertad y democracia. No
podrían negarse esos logros, pero tampoco el peso que en su obtención han
tenido las luchas de las clases trabajadoras durante largos años. No se debe
caer, por ello, en el maniqueísmo de ver en la satisfacción de determinadas
aspiraciones y reivindicaciones sociales una astuta maquinación del capitalismo
o un socialismo preventivo que se adelanta para evitar males mayores.
Pero no puede ignorarse
tampoco que la respuesta favorable a esas aspiraciones y demandas se da sin
afectar el marco estructural capitalista, lo que hace que su alcance sea
limitado y su futuro, incierto. La distribución de la riqueza y del poder
económico correspondiente no pueden alterar la lógica del sistema en que tiene
lugar esa distribución. Y cuando los capitalistas llegan a la conclusión de
que, conforme a esa lógica, el sistema no puede absorber los gastos de
protección social, no dudan en recortarlos o en desmantelar (como demuestra la
ofensiva neoliberal actual) el Estado de bienestar. ,Y, con este fin, a la par
que reducen los beneficios sociales proceden a una distribución más desigual de
la riqueza y recomponen el aparato productivo en contra de los intereses de los
trabajadores. Así pues, las reformas sociales del Estado de bienestar tropiezan
con muros insalvables: los que levanta la lógica de la acumulación capitalista
o la racionalidad económica del capital. De este modo, los logros alcanzados se
muestran inestables, cuando no se baten en retirada, ante la ofensiva neo
conservadora o neoliberal.
Nada de esto entraña
que no deba defenderse una política que, desde el poder, trate de limitar las
desigualdades económicas y sociales, que acreciente y extienda la protección
social y que abra espacios cada vez más amplios a la democracia política y
social. Pero, a su vez, esto no debe llevar a perder de vista que, por mucho
que avance el Estado de bienestar, entre sus logros no se cuenta —no puede
contarse— la superación del muro que levanta la lógica del sistema capitalista.
Subsisten, por tanto, las desigualdades sociales y los límites a la democracia
vinculados a los fundamentos y estructura del sistema.
La conclusión a que llegamos,
con base en las experiencias socialdemócratas o socialistas, es que el
socialismo sigue siendo un objetivo por alcanzar, y que su cumplimiento exige
como condición necesaria la abolición de la propiedad privada, capitalista,
sobre los medios de producción, aunque no necesariamente otras formas de
propiedad. Sólo si se desdibuja esa condición necesaria o se relega a un plano
secundario, el socialismo —supuestamente absorbido por el capitalismo— puede
desaparecer del horizonte estratégico. Ahora bien, puesto que el Estado
benefactor, no obstante sus logros, permanece más acá de la línea divisoria
entre los dos sistemas, hay que mantener el objetivo socialista para el futuro
y situarlo en el horizonte estratégico en el que hay que moverse desde hoy.
XI
Vamos ahora la
experiencia histórica de las sociedades del “socialismo real“, cuyo paradigma
ha sido (hasta la perestroika) la sociedad soviética. En ellas se cumplía la
condición necesaria para transitar al socialismo: la abolición de la propiedad
privada, capitalista, sobre los medios de producción. Ahora bien, si nos
atenemos al criterio objetivo que antes hemos formulado para distinguir una
formación económico-social, no podemos caracterizarlas —como se hizo en más de
una ocasión— como una versión sui generis del capitalismo. 11 Con base en el
criterio apuntado, podemos caracterizar a esas sociedades como anticapitalistas
o poscapitalistas, pero en modo alguno como socialistas. Por ello, hace ya años
que rechazamos la idea de Adam Schaff de considerar la abolición de la
propiedad privada, capitalista, en ellas como condición suficiente para
caracterizarlas como socialistas. 12 Dichas sociedades —decíamos por entonces—
no son socialistas ni siquiera en sentido restringido, ya que en ellas la
propiedad estatal, no solo es la antítesis de la propiedad privada, sino
también de la propiedad social. Por otro lado, agregábamos, su supraestructura
antidemocrática, lejos de estar en oposición a la base económica de propiedad
estatal, es justamente la que le corresponde, ya que como ella escapa al
control social. El Estado antidemocrático, separado de la sociedad, solo puede
admitir —conforme a su naturaleza autoritaria— una base económica en la que la
propiedad se halle también separada de ella. No puede concebirse, ciertamente,
un Estado despótico que vele, en el terreno de la economía, por lo que niega
como poder político, a saber: la participación efectiva de la sociedad. A la
base económica, socialista, cuyo eje es la propiedad social sobre los medios de
producción, solo puede corresponder una supraestructura política democrática
que vele por ella. Y, a su vez, solo semejante supraestructura puede contribuir
a mantener e impulsar esa base económica. De ahí —remachemos el clavo una vez
más— la unidad indisoluble de socialismo y democracia.
XII
El examen de las dos
experiencias históricas fundamentales que han visto en el socialismo su
alternativa al capitalismo nos lleva a la conclusión de que una y otra deben
ser superadas. Dejamos a un lado la experiencia intermedia del socialismo
yugoslavo, que, si bien se separa del modelo del “socialismo real” al eliminar,
en la economía, la planificación integral del Estado omnipropietario, para
dejar cierto espacio a la autogestión de los productores y al mercado,
mantiene, sin embargo, en la esfera política, el régimen de partido único,
aunque sin imponer la regimentación de la vida social y cultural, propia del
“socialismo real“. De ahí que Yugoslavia no haya podido escapar en la
actualidad a las exigencias de transformar en un sentido más democrático su modelo
de socialismo.
Volvamos, pues, a las
dos experiencias históricas apuntadas, y, en primer lugar, a la socialdemócrata
o socialista. No nos detendremos ahora en la parte negativa de ella,
representada por el pragmatismo político que ha llevado a los partidos
correspondientes, en más de una ocasión, a comportarse —desde el poder— como
verdaderos gestores del capitalismo, y, por tanto, a perder de vista el
objetivo socialista. Lo que ahora tenemos presente es, en cambio, su
experiencia histórica en su logro más alto: el Estado de bienestar. Pero, aun
en este caso —como ya hemos señalado—, hay que reconocer que lo alcanzado se ha
dado siempre en el marco del sistema, sin rebasar su frontera estructural. En
cuanto a la experiencia histórica del “socialismo real“, aunque es innegable
que si rebaso esa frontera, nunca estableció la propiedad social sobre los
medios de producción y, en modo alguno, la supraestructura política
correspondiente. El resultado histórico ha sido, por ello, el bloqueo del
avance hacia el socialismo, su estancamiento en el tránsito hacia él y la
construcción de una nueva sociedad —ni capitalista ni socialista—,
caracterizada por la propiedad estatal absoluta y un Estado autoritario en
manos, junto al poder económico, de una burocracia. Medios de producción, por
un lado, y Estado, por otro, escapan así al control de la sociedad. Justamente
este modelo económico y político de “socialismo real” es el que ha fracasado
históricamente y se ha hundido tanto en la Unión Soviética como en las sociedades
europeas del Este. Este fracaso y hundimiento están imponiendo un altísimo
costo al verdadero socialismo, al sacrificar por ahora la perspectiva
socialista, con el retorno al capitalismo en dichas sociedades del Este, en
tanto que en la Unión Soviética esa perspectiva se mantiene incierta bajo el
fuego cruzado de la burocracia más conservadora, de los reformistas que ansían
el capitalismo y de los nacionalistas más exasperados.
Pero, a la vista de las
experiencias del pasado, y desde la altura de nuestro tormentoso presente, si
podemos afirmar que el socialismo nunca ha existido ni existe todavía,
realmente. Que, por tanto, no es cosa del pasado ni del presente, pero que,
dada su necesidad como alternativa al capitalismo, no podemos renunciar a él como
objetivo para un futuro más o menos lejano. Ahora bien, este socialismo del
futuro solo llegara a ser realidad si, desde ahora y a través de la densa
niebla de tergiversaciones y confusiones, permanece como un objetivo
estratégico hacia el cual hay que caminar, sea cuales fueren los pasos
intermedios, rodeos o recodos con los que haya que contar.
Notas
1 Adam Schaff,
Perspectivas del socialismo moderno, Sistema / Critica, Madrid-Barcelona, 1988,
pp. 71-96.
2 Carlos Marx,
Manuscritos económico-filosóficos de 1844, en Carlos Marx y Federico Engels,
Escritos económicos varios, traducción de Wenceslao Roces, Editorial Grijalbo,
México, 1962, pp. 62-72. Cfr. nuestros ensayos: “Ideal socialista y socialismo
real”, en Teoría, num. 7, Madrid, 1981; y “Reexamen de la idea de socialismo”,
en Nexos, num. 94, México, 1985.
4 En “Marx y el
socialismo real” (incluido en: Escritos de política y filosofía, Editorial
Ayuso-FIM, Madrid, 1987) he examinado las relaciones imaginarias, posibles o
reales entre Marx y el “socialismo real”.
5 Sobre estas críticas
de la modernidad, véase mi ensayo “Radiografía del posmodernismo”, en la
revista Contrarios, num. 3, Madrid, 1990.
6 Ramón Vargas-Machuca,
“Socialistas después de marxistas”, en Leviatan, num. 25, p. 105 (también en A.
Quintanilla y Ramón Vargas-Machuca, La utopía racional, cap. III, Espasa-Calpe,
Madrid, 1989).
7 Ramón Vargas-Machuca,
op. cit., p. 110.
8 Ibid., p. 111.
9 Carlos Marx,
Manuscritos…, p. 81. Sobre esta crítica y la que hace al “comunismo político”,
véase el capitulo V de mi libro Filosofía y economía en el joven Marx,
Editorial Grijalbo, México, I978, pp. 117 y ss.
10 En una nota al
Proyecto de Programa de Erfurt del Partido Socialdemócrata (1891), Engels
define así (apuntando a los partidarios de Lassalle) el “socialismo de Estado”:
“Es un sistema que sustituye al empresario particular por el Estado y con ello
reúne en una sola mano el poder de la explotación económica y de la opresión
política” (Marx-Engels, Werke, Dietz, Berlín, t. 22, p. 232).
11 Esta posición ha
sido sostenida por Charles Bettelheim en su libro Las luchas de clases en la
URSS, Siglo XXI Editores, Madrid, 1976. Cfr. sobre ella nuestro ensayo ya
citado: “Ideal socialista y socialismo real”.
12 Nuestra critica a la
caracterización que hace Schaff de las sociedades del Este se halla en nuestro
ensayo de 1981, antes citado: “Ideal socialista y socialismo real”.
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